El Acta de
Supremacía
por Víctor
Maldonado C.
(Comentario:
esto puede pasar en cualquier país)
Venezuela
está escaldada de listas y del mal uso que de ellas ha hecho el gobierno. Baste
recordar los efectos perversos de la que propuso el diputado Luis Tascon en el
2003, que luego se transformó en la lista Maisanta, base de datos que llegó a
ser un best-seller del comercio informal. Las consecuencias duran hasta hoy
para los que allí aparecen, venezolanos convertidos en parias dentro de su
propio país, sin oportunidad de obtener un empleo en el sector público y en
aquellas empresas privadas contratistas del Estado. Esa lista es el cedazo que
ha filtrado en los últimos doce años la lealtad al proceso. Ha funcionado como
la frontera entre los traidores y los que nunca han osado ir contra la línea
revolucionaria, dividiendo a los venezolanos entre “puros rojos-rojitos” y los
que andan por allí manchados por algún pecado de traición.
Pero en eso
tampoco hemos sido los primeros. El poder perverso se alimenta de acatamiento
perruno. Los poderosos no soportan que les lleven la contraria o que haya algún
espacio de autonomía que les reste esa cobertura total a la que aspiran los
enfoques totalitarios. Es muy propia del despotismo esa advertencia crucial de
que “si no estás conmigo –llámese el proceso, la revolución, el socialismo, el comunismo- estas definitiva
e inexorablemente contra mí. Sólo que yo tengo más poder –se vanagloria del
déspota- y por lo tanto el que estés en mi contra te puede resultar tan pesado
como cargar cuesta arriba una piedra de molino atada al cuello. O estás a mi
favor, y compras como buenos mis argumentos y mis ganas, o la lanza dura y
filosa de mi venganza te alcanzará para callar tus dudas por las malas ya que
no quisiste plegarte por las buenas. Enrique VIII, en la lejana Inglaterra del
siglo XVI tuvo esa misma tentación, y como siempre, la sangre de la disidencia
fue derramada sin ninguna otra justificación que no aceptar de nadie alguna
contradicción con la voluntad del soberano.
“Ten, pues,
buen ánimo, hija mía, y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en
este mundo. Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que él quiere, por
muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor”. Con papel de desecho el autor escribió una
carta que concluye con esta frase. Estaba dirigida a su hija más querida, que
como muchas otras mujeres después y antes, tuvo que ser espectadora obligada de
la tragedia que siempre acompaña a la disidencia. Tomas Moro, el más destacado intelectual del
reino, humanista y político, juez y leal cristiano, pasaba por los momentos más
difíciles de su vida. Era un preso político. El más importante reo de
conciencia, y se sabía muerto. Había sido despojado de sus libros y de la
posibilidad de escribir. El maltrato se había incrementado para afectar los
detalles. Antes habían sido confiscadas sus tierras y posesiones. Ahora solo le
quedaba uno que otro trozo de carbón que guardaba celosamente para que su hija
supiera que él seguía con serenidad el curso de los acontecimientos.
El que había
sido por tres años Lord Canciller del reino de Enrique VIII había preferido
terminar en la Torre de Londres y morir ejecutado antes que traicionar sus
convicciones. Había renunciado al cargo y a todos sus privilegios al saber que
el Parlamento había aprobado el Acta de Supremacía por la que se declaraba al
rey “la suprema y única cabeza en la tierra de la iglesia de Inglaterra”. Ese
era el camino más tortuoso que habían encontrado los asesores del monarca para
evadir todo el trauma de una anulación matrimonial que le sería negada a un rey
que poco antes gritaba ser el defensor de la fe cristiana. Sabía que todo lo
demás era infatuación y pase de factura de una época en donde la política
contendía con la religión los espacios de poder terrenal. Pero aun con todo lo
previsible que podía ser su inmolación, mantenía firme la certeza de que él no
iba a subordinar sus convicciones a los caprichos de un monarca enamorado. Esa
es una de las características de todos los libretos del despotismo universal:
siempre hay razones reales, las más viles y obscenas detrás de todas esas alegaciones
leguleyas. En el fondo todo lo que se debate es pasión, deseo y miedo que se confabulan contra la
razón y los alcances efímeros de la sensatez.
El dilema se
planteaba entre jurar el respaldo a la nueva condición absoluta –más
totalitaria que nunca- del Leviathan, o caer en los supuestos de una ley
complementaria, el Acta de Traición, que condenaba a muerte a todos aquellos
que negaban el apoyo. De nuevo el “o crees o mueres” que se presenta como una
daga alevosa y traicionera contra la autonomía y la dignidad de las
personas. Sin embargo no dudó. Moro
dimitió porque estaba en desacuerdo con la idea del Rey que quería subordinar
la vida eclesiástica a los intereses del Estado. Pero sobre todo porque sabía
que toda esa movida encubría la peor debilidad posible: el cuerpo de una mujer
deseada que exigía su pago. Las ganas más elementales frente a las cuales el
rey de los ingleses subordinaba el bien común de sus súbditos y su relación con
Dios. No era teología, solo sexo demandante y enceguecedor. Y el resultado iba
a ser el desbalance del país. Demasiado poder concentrado en una instancia
caprichosa y arbitraria y demasiado evidente que por la misma razón se perdían
muchos grados de libertad. Poco antes
Enrique VIII se había apropiado las rentas eclesiásticas, logrado que el clero
renunciase a su poder legislativo, y suprimido, por ley, el recurso de
apelación a Roma que, jurídicamente, era un límite último del poder real cuya
tendencia era a crecer. La directriz era hacia el monopolio y la concentración
de la hegemonía en la misma medida que se negaban otros espacios.
Renunciar a
trabajar para el rey y evitar por todos los medios la apostasía que suponía
aceptar los términos del Acta de Supremacía lo colocaron en una condición de
crítica indefensión. El Duque de Norfolk, uno de esos “amigos” que se
bambolean, le advirtió que “la
indignación del príncipe podía resultarle mortal”. Él estaba al tanto, pero
también sabía que no valía la pena poner en el altar del capricho sus
principios y valores. Una vez que el soberano haya probado el elixir del poder
absoluto nadie estará seguro. Simplemente habrá que esperar el momento que
corresponda caer a cada uno. Por eso respondió escuetamente a las buenas
intenciones del amigo: “Si eso es todo, mi lord, entonces de buena fe, entre su
gracia y yo, hay sólo una diferencia, que yo moriré hoy, y usted mañana”.
Y esa fue su
decisión. Morir perdido en un laberinto irresoluble, vivir la indefensión del
inocente al que se le inventan delitos y testimonios; morir con integridad, sin
haber vendido lo que le dictaba su conciencia como bueno y verdadero, pese a
ser lo opuesto de lo que, con opresora violencia, se había querido imponer
desde el Estado como materia de juramento.
El 6 de julio de 1535, antes de las nueve en punto, el que fue Lord
Canciller de Enrique VIII moría decapitado en Tower Hill.
Juan Pablo
II lo declaró Patrono de gobernantes y políticos. Una decisión controversial
porque él fue asesinado por un Rey. Y tal vez por eso mismo, porque es una
advertencia de hasta donde se puede llegar en el camino a la locura, pero
también cuales deben ser las virtudes de todos aquellos que se resisten al
manejo arbitrario y caprichoso del poder, a su envilecimiento, al caer en la
tentación de la mirada artera y asesina que se siente capaz del exterminio de
cualquiera que se resiste a transitar las trochas de la veleidad y del
desvarío. Enrique VIII es solo una de las mascaradas de la misma cara que
detrás se encubre.
Estamos
condenados a repetirnos. La desmesura del poder se expresa en un torbellino de
variaciones de la misma tónica. Todos confunden sus ambiciones y miedos con el
sentir nacional. Todos se sienten igualmente investidos con la misma pretensión
de ser la esencia de la historia y por lo tanto merecedores de respaldos y
solidaridades automáticas que, en caso de negárselas, transforman al objetor en
reo de alta traición. Lo patético es la degradación de la actualidad. Lo
verdaderamente insólito es tener que soportar las mismas exigencias de quienes
no pueden demostrar haber acumulado algún mérito como para invocar el beneficio
de la duda. La desgracia es trastocar la culpa de un septeto en la suerte de un
país. Y obligar al país entero a trajinar un sainete insensato de eufemismos y
propagandas que no tienen basamento alguno. El signo trágico es que estos de
ahora allanaron la historia sin antecedentes justificatorios. Ni siquiera
pueden invocar el viejo y anacrónico derecho divino para hacer lo que les viene
en gana. Pero igual vienen a exigir lealtad y obediencia debida sin que se
pueda avizorar alternativa. O firmas, o quién sabe cuáles serán las
consecuencias de la traición.
Dicen que
hay algunos que han bajado la cerviz. El cargo se les ha montado por sobre las
conciencias y dado de baja los principios. Otros son su propio Leviathan y no
pueden con la mezquindad, la envidia y el resentimiento que les provoca el que
otros sean más libres. Otros simplemente se encontraron con su propio destino
al saltar hacia el basurero de la historia en una sola imagen. Pero hay otros
que no. Leopoldo está preso. Ledezma está preso. Ceballos está preso. Rodolfo
prefirió volar lejos antes que sufrir una derrota más. Y sería muy largo
nombrar hasta el último héroe anónimo que se resiste. Hay muchos que emulan con
heroísmo la vieja lección del santo inglés.
Tomas Moro
vivió su historia y pasó la prueba. “Hasta ahora –escribió a su hija- la gracia de Dios me ha dado fuerzas para
postergarlo todo: las riquezas, las ganancias y la misma vida, antes de prestar
juramento en contra de mi conciencia”. Vivió una época donde solo tenían
sentido los héroes y los que se inmolaban en el altar de su propia integridad.
Dicen que Enrique, su verdugo, lloró amargamente su muerte. Tarde piaste,
diríamos ahora. El patrono de los políticos y gobernantes fue proclamado santo
y mártir en 1935.
NOTA:
Publicado en
RUNRUNES de Nelson Bocaranda el
20/03/2015
Tambien
Publicado en el “Correo del Caroni”, el 7 de Junio 2015
victormaldonadoc@gmail.com
@vjmc
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